jueves, 7 de marzo de 2024


EL PASADO jueves por la noche, cuando me dirigía al metro, me encontré con un chico joven de unos 18-22 años que estaba zarandeando y dándole patadas a una chica en plena calle, delante de varios transeúntes que miraban como tancredos, muy curiosones pero sin intervenir. Para sorpresa mía, pues hace tiempo que vivo desconectada de la existencia, resulta que me llené de indignación y me dirigí hacia el chico muy segura de mí misma y le repetí tres veces: 

 —¡No la pegues! ¡No la pegues! ¡No la pegues!

El chaval se detuvo al segundo de escuchar mi voz y dio un paso atrás que me pareció sorprendente, teniendo en cuenta que era joven y fuerte y yo estoy fofa y gorda y ese jueves ya tenía 49 años muy largos, tan largos que anteayer miércoles cumplí 50. Por suerte no iba vestida de mamarracha maricrónica, pues siempre voy al trabajo vestida de señoro, por lo que conseguí dar una imagen de una mínima formalidad. El chico permaneció en silencio durante diez o quince segundos, tiempo en el que solo se escuchaban las lágrimas de la chica, hasta que de pronto me dijo:

—¡No te metas! ¡Tú no sabes nada! ¡Ella me pone cuernos! ¡Ella me trata peor!
—¡No tienes que pegarla! —le respondí yo al segundo—. ¡Las relaciones son difíciles! ¡Se arreglan hablando! ¡Te estás comportando como un miserable!

El chico se calló, pero no se apartaba de la chica. Cuando ella trataba de separarse, el chico la seguía. En vano fueron mis requerimientos para que la dejara en paz: el chico operaba como si la chica fuera suya y esperaba el momento en que yo me marchara. Por suerte, un acontecimiento vino en mi ayuda: una mujer que estaba al otro lado de la calle le gritó al chico:

—¡Ya he llamado a la policía! ¡Aún estás a tiempo de marcharte! ¡Vete rápido porque viene ya la policía!

A pesar del aviso, el chico maltratador no solo no se marchó sino que se puso farruco, como machirulo de manual que era, y pensando el pobre que su cuento de los cuernos era una baza sólida, nos dijo muy firme a la señora y a mí:

—¡Sí, que venga la policía, que yo también tengo cosas que contarle!

Al final apareció la policía con prontitud afortunada, pues el machirulo cada vez se estaba poniendo más gallo e igual se le ocurría darme una hostia, en un operativo espectacular de tres vehículos y unos diez agentes: nada más llegar esposaron al chico, que no comprendió hasta entonces en la que se estaba metiendo, y se lo llevaron al calabozo. Luego nos tomaron la declaración a la señora y a mí.

El testimonio de la señora fue todavía más dantesco: ella venía en el metro de la línea 6 y allí el chico ya estaba pegando a la chica, si bien no de forma tan salvaje como en la calle (las cinco o seis patadas que yo vi fueron patadas de hijodeputa de nacimiento, dadas con toda el alma). Tras bajar del vagón del metro, la señora entró al ascensor y allí el chico siguió pegando a la chica con la única molestia de un señor anciano que le rogaba que la dejara en paz. Y cuando salió a la calle, al ver que la violencia continuaba y yo intervenía, ya la señora se decidió a usar el móvil y llamar a la policía.

El sábado me llamaron para declarar en los Juzgados de Violencia de Género radicados en la calle Albarracín. Cuando llegué me encontré con la chica maltratada, que me dijo que el jueves había permanecido en el hospital hasta las dos de la madrugada a causa de los golpes recibidos. La chica me agradeció mi intervención y me dijo en primer término que llevaba saliendo seis meses con ese chico sin que le hubiera pegado nunca, pero como los minutos pasaban y no nos llamaban a declarar, de pronto se me puso sincera y me dijo que sí, que ya le había pegado otras veces, pero que no iba a denunciarle porque era el padre del hijo que iba a tener.

—Pero cómo —le dije yo, con los ojos como los de Bette Davis—, ¿estás embarazada de ese chico?
—Sí —me respondió—, de dos meses y medio.

La chica me aseguró que había decidido dejarle, pero su decisión de no denunciarle me dejó con la mosca detrás de la oreja, mucho más cuando me añadió que el maltratador le había llamado llorando desde el calabozo y le había pedido perdón. Menos mal que pronto apareció la señora que llamó a la policía, que también estaba citada a declarar, y departió largamente con ella y le persuadió aún más si cabe para que finalizara para siempre con ese chico.

Recapitulando. Un hijoputa empieza a pegar a su novia embarazada en pleno metro y continúa pegándola hasta llegar a la calle, no cualquier calle sino una calle concurrida (Carpetana), momento en que la violencia se vuelve salvaje y le propina unas patadas tremebundas que fácilmente pueden provocarle un aborto (la esperanza que tengo es que la chica se puso en posición fetal, de bicho bola, para repeler las patadas, e igual consiguió salvar la zona del abdomen). Todo esto sucede a la vista de unas cien personas o más, pero solo un anciano en el metro se atreve a decirle algo, y solo dos personas más intervienen en la calle. Lo único bueno de lo que pasó aquel jueves fue la policía, quién me lo iba a decir, que actuó con una celeridad y eficacia encomiables.

Tengo dicho que no hay sociedad buena, pero cuesta imaginar una peor que la que nos está quedando. A veces creo que vivo en una soledad perfecta, pero ojalá lo fuera aún más.