lunes, 6 de mayo de 2024

Maricón de España


UNO DE los cambios que más celebré cuando me saqué el carnet de conducir a los diecinueve años es que al fin podía dar un paso más en el travestismo que arrastraba con vergüenza desde los diez años. Hasta entonces me limitaba a bucear en los armarios de mis hermanas para probarme sus ropas, pero a partir de ahí me iba en coche a Mungia, Derio o Leioa y una vez allí me vestía de mujer y me paseaba unas horas, feliz de la vida, disfrutando hasta el éxtasis de mi taconeo o del roce de las ropas sobre mi cuerpo. Pero resultó que todo el mundo me miraba con miedo o asombro o en silencio, como si fuera una ornitorrinca, pues se trata de pueblos más o menos pequeños donde rige la idiosincrasia euskérica de la discreción, el silencio y el “saber estar”, por lo que no me sentía ni siquiera un milímetro de cómoda. Hasta que descubrí Sestao.

—¡Vanessa, eres preciosa!
—¡Guapa, guapa, guapa!
—¡Vaya porte!
—¡Pedazo de maricón!
—¡Condesa de los payos!

La primera vez que fui a Sestao coincidí en mi caminata con una zona de gitanos donde me recibieron a grito pelado, como si fuera una fiesta mi presencia, y ahí descubrí que me gustaba mucho más este modo de comportarse conmigo que el de los habitantes de los pueblos euskéricos, siempre contaminados de seriedad. Pero mi júbilo llegó al máximo en las veces siguientes, porque resulta que la gente hablaba conmigo y me daba cositas:

—Vanessa, ven, que tengo algo para ti.

No sé la de faldas, pendientes, collares, perfumes o barras de labios que me regalaron en los diez años que fui por allí. Cada vez que aparecía con periodicidad de dos o tres veces al mes, a los gitanos se les iluminaba la cara y me celebraban y me regalaban cosas sencillas y baratas procedentes de los mercadillos donde algunos de ellos trabajaban. Hasta que un día una gitana llamada Sofía de cuyo nombre nunca me olvidaré me regaló un vestido rojo y amarillo:

—Pero Sofi, —le dijo otra gitana—, cómo le regalas ese vestido, a ver si le van a pegar por la calle.
—¿En Sestao? —respondió ella—. ¡Qué va!

Lo decían porque el rojo y el amarillo son los colores de la bandera de España y pueden suponer problemas en algunas zonas nacionalistas vascas, sobre todo las rurales, pero Sestao es una de las zonas más españolas de Vizcaya, con inmigrantes procedentes de muchas otras zonas de la península, y de hecho todos los gitanos de Sestao que conocí se sentían muy españoles. Por eso, en la siguiente ocasión que cogí el coche y visité Sestao me puse precisamente el vestido rojo y amarillo, que por cierto era un vestido de vuelo superbonito que me llegaba sobre la rodilla, y la alegría de los gitanos se desbordó. Fue ese día cuando me dijeron por primera vez la expresión:

—¡Maricón de España! ¡Divino maricón de España!

Y claro, yo, que siempre he tenido una relación conflictiva con la palabra España, contraria a ella entre los 14 y los 18 años de mi vida, cuando era nacionalista vasca; ni a favor ni en contra entre los 18 y los 30 años, cuando dejé de serlo, y otra vez en contra a partir de que se muriera mi padre y empezara a aborrecer todo tipo de nosotrismo, enseguida me di cuenta de que no era lo mismo “España” que “maricón de España”. Me di cuenta de que el segundo término me gustaba, sobre todo por el ambiente de alegría con el que me lo decían, por lo que recuerdo que comencé a ponerme ese vestido sin parar, porque además era muy cómodo, y los gitanos me siguieron regalando más cosas rojas y amarillas.

—¡La Pantoja de Sestao!
—¡La reina de la patria!

Cuando tenía 28 años, dos años antes de venirme a Madrid, pasé cuatro meses viviendo con Iratxe precisamente en Sestao. Iratxe conocía mi travestismo, pero nunca le dejé que me viera travestida porque yo, cuando me visto de mujer, no solo me visto de mujer, sino que cambio de psicología completamente y me convierto en otra persona que sospechaba que a Iratxe no le iba a gustar. Iratxe ya tenía la mosca detrás de la oreja sobre mi sexualidad desde hacía mucho tiempo, porque desde el primer minuto le dije que no estaba dispuesta a tener relaciones sexuales con ella en lo que se refiere a la penetración, que me causa terror y náuseas. Ella pareció aceptarlo, porque además tenía problemas en el colon y a ella tampoco le gustaba, pero lo de que solo “parecía” lo comprobé en los siguientes años, cuando al mínimo calentón conmigo me salía con que ella necesitaba un hombre con una buena polla y que estaba harta de mí:

—¿Qué diferencia hay entre salir contigo y salir con un amigo gay, Alberto? ¿Qué diferencia?

Los cuatro meses viviendo en Sestao fueron maravillosos por una parte, porque multipliqué mi número de salidas travestis, pero también hubo algunos problemillas, por ejemplo cuando algunos gitanos me encontraban por la calle el día en que no iba vestida de Vanessa y se decepcionaban conmigo:

—Vanessa, ¡tienes que luchar!
—Vanessa, no te avergüences de lo que eres.

Pensaban los gitanos que yo me vestía de señoro porque no resistía la presión del entorno y en parte tenían razón, pero no sé hasta qué punto. En aquel tiempo yo no sabía de verdad quién era (tampoco lo sé ahora al 100%) y aún pensaba que podría ser un hombre con ciertas fases de travestismo. El otro problemilla fue precisamente que cada vez que salía con Iratxe a la calle tenía miedo de encontrarme con los gitanos, pues temía que me gritaran “Vanessa” o “maricón” con la misma sana naturalidad con la que me lo gritaban cuando no iba con ella, por lo que ponía las excusas más variopintas para evitar la zona gitana de Sestao. Tuve siempre la suerte de que, las veces que  me encontraron con Iratxe personas que me conocían como Vanessa, nunca me dijeran nada:

—Vanessa, te vimos el otro día con una chica.
—Sí, mi hermana mayor —les mentía yo—.

Tampoco quiero decir que los gitanos de Sestao tuvieran travestifilia. Al revés, había de todo y la mayoría de ellos y de ellas eran de un machismo elemental. A veces, cuando alguna gitana me elogiaba mucho por "olé tu valentía", salía su marido u otra gitana y le espetaban:

—Pero vamos a ver, Josefa, tú que alabas tanto a Vanessa, ¿qué harías si tu hijo se volviera como Vanessa?
—¿Mi hijo como Vanessa? —contestaba Josefa, cambiando de pronto de opinión—. ¡Lo mato! ¡Lo mato con mis propias manos!

Entonces todo el mundo rompía a reír y se ponía de acuerdo con Josefa, pero después de unos minutos comenzaban a reflexionar y al final le quitaban la razón:

—Si tu hijo se vuelve Vanessa lo aceptas, Josefa, como haríamos todas con un hijo. ¡Anda que no hay también maricones entre los gitanos! ¡Se llora tres noches, pero a la cuarta lo aceptas!

Me ha venido a la cabeza esta historia porque el viernes pasado, en Carabanchel, cuando comía menú del día en uno de los tres bares de la zona donde les caigo muy bien, la camarera me dijo:

—Oh, sueles venir muy “patriótica”.
—No —le dije yo—, es justo al revés, pero me encanta el rojo y el amarillo.

Todos tenemos contradicciones, pero las mías no caben en cinco trailers. Cómo decir que soy antiEspaña pero a la vez promaricón de España. AntiEspaña porque tengo un problema no solo racional sino de carácter estomacal con los autóctonos de todas las partes del mundo, empezando por los vascos, que suelen tender a la pureza, al egoísmo y la mediocridad, a defender un “nosotros” pequeño, cutre y creado en-contra-de. Pero a la vez soy promaricón de España porque me gustan todas las personas que parecen extranjeras en un lugar, lo mismo gitanos, maricones, trans, negros, indios o musulmanes, a los que noto enseguida que se comportan como si fueran de una zona limítrofe o “no hubieran nacido allí”. 

Los gitanos de Sestao fueron el primer grupo con el que me sentí bien como travesti. Fue tal el cariño que me cogieron que, una vez que me pasé tres meses sin visitarles, se preocuparon tanto que me trasladaron que en adelante, en el caso de que algún día me pasara algo con “algún imbécil”, que se lo dijera a ellos para darle un escarmiento:

—¡Como no aparecías te juro que pensábamos, tate, a Vanessa ya le han dado una paliza por vestir así! 

Es una de las cosas más bonitas que me han pasado en la vida: ¡hasta entré a ser una protegida de ese círculo de venganzas de los gitanos, que no sé si es una leyenda que se cuenta sobre ellos o es realidad verdadera! 

Cuando llegué a Madrid, sin embargo, tuve otro ataque de masculinidad y de autovergüenza y me desprendí de toda mi ropa de Vanessa, entre ella la roja y amarilla y también el vestido famoso que me regaló Sofía, el que más me he puesto en mi vida. Más tarde me di cuenta de que era inútil insistir en mi masculinidad, sobre todo si no estoy dispuesta a tener sexo con las mujeres, por lo que poco a poco volví a comprarme ropa y recuperé mi nombre verdadero de Vanessa, que ahora lo siento como si lo hubiera llevado desde la tripa de mi madre.

Fue aquel grupo de gitanos el que me puso los nombres de Vanessa y maricón de España. Aquellos gitanos los que, en lugar de abochornarse de mí, me celebraban e incluso me regalaban ropas y fruslerías femeninas. Que captaron que yo no soy un hombre ni una mujer, sino otra cosa que también estaban dispuestos a aceptar para sus hijos "después de llorar durante tres noches". Recuerdo el día en que Sofía me regaló el vestido rojo y amarillo, con qué orgullo decía a las demás “ese vestido se lo regalé yo, es como nacido para ella”. Recuerdo también que Iratxe, a pesar de todas las precauciones que tomaba con ella para que solo descubriera la punta de la punta de la punta del iceberg de mi travestismo, una vez estuvo a punto de pillarme: fue el día en que miró dentro de mi armario de Vanessa y se quedó sorprendida por el predominio de un color.

—¡Cuánta ropa amarilla! —me dijo, sorprendida—. ¿Te gusta el color amarillo?
—Sí, —le respondí con nervios—. Mucho.

No sé por qué casualidad Iratxe no se dio cuenta de que en aquel armario, además de mucho color amarillo, había la misma cantidad de color rojo, ropa que me ponía sin parar porque me gustaba y sabía que les gustaba a los gitanos, sobre todo a Sofía. Por qué milagro no descubrió que yo, en Sestao, no solo era su marido Alberto, sino también Vanessa y el maricón de España.