lunes, 8 de julio de 2024


LA RAZÓN principal por la que la ultraderecha no logra imponerse radicalmente es que está empeñada en eliminar de nuestras mentes el buenismo, que es la esencia por la que viven incluso las personas más siniestras y los grupos más depredadores. Hasta Gengis Kan cometía todas sus carnicerías llevando a un sabio budista al lado, hasta Pericles llamó “democracia” al imperialismo ateniense, hasta los españoles crearon unas “leyes de Indias” para robar la plata y las tierras con buena conciencia, hasta los franceses crearon un “Código negro” para asolar y masacrar con cariño. El propio Julio César tuvo que cruzar el Rubicón porque los senadores le iban a juzgar por infringir las leyes romanas, que solo autorizaban la guerra defensiva fuera de sus fronteras, y no se explicaban cómo aquel general había conseguido conquistar toda la Galia y hasta había llegado a Britania “solo defendiéndose”.

No somos buenos, pero creemos serlo; cuando escuchamos que la ultraderecha dice sin descomponer el gesto que no hay que atender a un inmigrante sin papeles en un hospital, aunque la vida de ese inmigrante esté en riesgo, una indignación incontenible se despierta no en eso que somos, sino en eso que creemos ser. La ultraderecha ya triunfó en la mayoría de las mentes de Europa, pero siguen gobernando muchos partidos del pseudocentro o la pseudoizquierda porque ellos sí que guardan las formas buenistas: ellos matan en la valla de Melilla, pero nos hacen creer que las balas proceden de otros; ellos levantan campos de concentración en África, pero nos convencen de que son otras manos las que los levantan; ellos ahogan a miles en el Mediterráneo, pero llaman a esas muertes “tragedia inevitable”. Siguen gobernando con políticas ultraderechistas, con actitudes xenófobas, con cierre de fronteras, pero cuando tienen un micrófono delante hablan de apertura, libertad y blablablá: la diferencia entre unos y otros no es el hueso de las acciones, sino las palabras con las que adornan esos huesos.