LA SACROSANTA veracidad, el cacareado temblor humano con que se escribe la obra, la necesidad sin la cual es en vano tomar el bolígrafo... estas son algunas de las grandes bobadas que repite cada poco tiempo cierta Intelligentsia de la literatura, tan enamorada de los hayques, que siguen perdurando como perduran los errores con algún relámpago de puntería.
Si fuera cierto que la verdad de la obra y la necesidad de escribirla es lo más importante, la luminaria del siglo XX sería Aleksandr Solzhenitsyn. Nadie escribió con tanta verdad y urgencia por contar la injusticia como este autor soviético, nadie untó su pluma en la tinta de tanta carne y hueso, ni llenó tantas páginas de testimonios de la vida real más cruda. El problema, ay, es que los mamotretos de Solzhenitsyn son infumables, porque se trata de un literato pésimo, con una nota muy alta como persona pero bastante peor como artista, la viva demostración de que con esos mimbres, si no vienen acompañados de otros, tampoco te garantizas la Eneida.
Con ingredientes similares o un poco más cocinados, sin embargo, Dostoyevski y Céline construyen su gloria, como lo hacen en menor o mayor medida Hemingway, Kerouac, Bukowski, el 90% de los poetas laureados o todas las cimas de la literatura confesional. En Neruda se ve muy bien cómo consigue poemas extraordinarios cuando escribe sobre conflictos políticos que le afectan, en los que incluso se le han muerto amigos, y con qué cantidad de poemas mediocres nos abruma cada vez que escribe de política con telescopio, sobre conflictos en los que ni sufre ni arde.
Yo no niego la parte de acierto de los que abogan por “ser sinceros”; lo que digo es que es solo una parte, y no la imprescindible.
Podría poner el caso contrario: el de un libro, La casa de los espíritus, de Isabel Allende, que es una obra maestra mientras parece fábula, mientras parece que está novelada, y se malogra al final cuando la autora siente que debe darnos un discurso político contando su verdad y necesidad de contarla. Cuántos autores, hablo de Galdós, de Zola, de Hugo, de Gogol, de Gorki, de Beauvoir, de Bernanos, de Chesterton, de Steinbeck, de Brecht, introducen sus opiniones o sus partes de verdad en sus fábulas, y resulta que encuentras más verdad en sus mentiras que en su pretendida verdad, que no viene a cuento y que es la parte desechable de su obra. En literatura es lícito incluso el consejo contrario, el que nos dieron Flaubert, Bécquer o Mallarmé: el de que no confiáramos en el fácil arrebato de la inspiración, el de que no escribiéramos en el arrebato del momento, el de que dejáramos pasar un tiempo nuestras simas emocionales para verlas con mayor perspectiva.
La cantidad de literatura que se ha creado desde presupuestos distintos y hasta opuestos es infinita. ¿Creéis que Cervantes escribió el Quijote por una necesidad de revelar una verdad al mundo, o que así se escribieron Tristram Shandy, las Mil y una noches, el Barón de Munchausen o Cien años de soledad? Más bien pienso que a Cervantes se le ocurrió una gamberrada y a partir de ahí, llevado por su talento superior y por el mero placer de jugar, fue pariendo esa obra maestra que se nota escrita sin urgencia ni responsabilidad.
No sé cuál es la razón por la que unos escritores se crecen en la verdad sentida de la biografía y otros son mejores en la que surge de la imaginación; entiendo que habrá motivos ambientales y genéticos, además de los puramente elegidos; lo que constato es que los caminos que llevan a la gran literatura son múltiples.
La guerrilla literaria no se distingue demasiado de la del fútbol. Algunos entrenadores abogan por el fútbol ofensivo a todo trance (Cruyff, Menotti, Guardiola); otros abogan por garantizar la defensa pase lo que pase (Trapattoni, Bilardo, Mourinho), pero el entrenador que yo defiendo, el que creo que atina más veces, es el que no se entrega a fórmulas cerradas y juega dependiendo de la calidad de sus futbolistas, del rival que le toque en suerte y de la posición que ocupe en la tabla clasificatoria (Ferguson, Ancelotti, Luis Aragonés).