ME HE vuelto a suscribir a The New York Times (veinte euros por todo el primer año; noventa si decido continuar el segundo), tras dos épocas en las que terminé borrándome porque su contenido me parecía demasiado estadounidense en comparación con el que ofrecen la BBC o The Guardian, que mantienen su britanidad en niveles mucho más bajos. Ahora he vuelto por la razón de que el ojo del huracán informativo me parece que se halla en Estados Unidos, por culpa de ese caimán con metralleta que es Donald Trump, y también porque los lectores que dejan comentarios en ese diario me parecen una maravilla, ya explicaré otro día por qué.
Creo que he aprendido a leer periódicos, además. Tras 45 años mal-leyéndolos lo digo. El problema del periodismo, la razón de que tantas luminarias hayan arremetido contra él, es que hasta el diario más inglés y objetivo tiende a exagerar la actualidad, lo que causa respuestas igualmente exageradas en los lectores. Cuando cogí neumonía por Covid, hace cinco años, y llamé al teléfono gratuito de atención psicólogica que puso la Comunidad de Madrid, lo primero que hizo la psicóloga que me atendió fue aconsejarme que no leyera diarios. Como además la mayoría de los diarios no nacen para informar sino sobre todo para influir y decirte cómo deberías pensar o actuar, el peligro de cada uno de ellos aumenta. Tiene otro defecto: el tiempo del periodismo es el zoom, se basa en la superficialidad del minuto, la hora o el día a día, mientras que la realidad verdadera suele ser una panorámica que sucede a lo largo de los meses, los años y las décadas. Pero si lees los diarios conociendo estos defectos; si ya tienes 51 años y no es tan fácil impresionarte; si por desgracia ya careces casi de convicciones y un lánguido escepticismo permea todas tus lecturas, el periodismo ya no puede causarte perjuicio alguno sino al contrario: el periodismo, con todas sus noticias luciérnaga tratando de captar tu interés, puede ser un espléndido antídoto contra el tedio cotidiano o la soledad sin alimento.