jueves, 17 de abril de 2025


PIENSO A menudo en este detalle. Mientras Montaigne no pudo leer a Cervantes ni a Shakespeare, y Cervantes solo leyó a Montaigne, Shakespeare en cambio pudo leer tanto al francés como al español, que le influyeron de tal manera que hasta tomó trozos enteros de sus obras (del Quijote tomó para escribir Cardenio, hoy perdida, y de Montaigne para escribir La tempestad).

Tampoco otros autores posteriores, como Lope, Calderón, Racine, Corneille, Moliére o Goldoni, leyeron una línea de Shakespeare, lo que quizá hubiera cambiado sus obras por completo. Al final, la aparente desventaja de pertenecer a una tradición literaria débil, o quizá no tan débil pero perjudicada por su insularidad, como sucedía con la inglesa de aquel momento, de la que no se hacían traducciones (las tres grandes literaturas del Renacimiento y el Barroco europeo fueron la castellana, la italiana y la francesa), fue una circunstancia que benefició a Shakespeare, al que sí que le llegaban las traducciones del trío de países latinos.

Shakespeare chupó de los grandes europeos de la época, pero los grandes europeos no pudieron chupar de Shakespeare. Trescientos cincuenta años después iba a ocurrir lo mismo en Latinoamérica: Neruda, Borges, Rulfo, Paz, Carpentier, García Márquez o Vargas Llosa, que procedían de tradiciones débiles, se pusieron a leer las poderosas tradiciones occidentales, mientras que los europeos, víctimas de la complacencia y de su pretendida superioridad, se encerraron sobre todo en sus tradiciones nacionales. Es famoso que Neruda se hacía cruces cuando llegó a Madrid y descubrió que la mayoría de los escritores españoles solo conocían el castellano. Para cuando quisieron darse cuenta, la literatura europea de la segunda mitad del siglo XX ya había decaído y la literatura panhispánica pegaba el gran salto: los nuevos Shakespeare estaban en Latinoamérica.