ANOCHE DIJE que el tronco de la literatura española está perjudicado por el vicio de la redundancia, y qué mejor ejemplo para exponerlo que la prosa de Fernando Sánchez Dragó, que en Carta de Jesús al Papa escribe así, os juro que no me lo invento, copio solo algunos trozos:
• • • Quiero decir con ello que aquí, en este rabo de Europa por desollar (Machado dixit. Su voz es sagrada. ¿Era, acaso, un euroescéptico?), no se admite el casuismo, la heterodoxia, la extravagancia, la discrepancia, la diferencia ni el ejercicio de la libertad.• • • No sazonaré ni apuntalaré, ni aglutinaré mis opiniones con salivilla de datos, despliegue de silogismos, notas a pie de página, pavoneos de erudición y signaturas bibliográficas.• • • Las pesquisas, de mata en mata, de loco en loco, de templo en templo y de islote en islote, han tirado de mí, me han asendereado, me han convertido en buscota de rastrojo y monje giróvago, y me han conducido hasta el norte de Japón y los confines de la Polinesia.• • • ¡Reencarnación, Wojtyla, reencarnación! He ahí la clave de la bóveda, el dato que –entre otros– te falta (y que faltó a tus antepasados), el mecanismo de la cerradura, el engranaje de la iluminación, la llave maestra que abre y despeja la incógnita de quiénes somos, adónde vamos y de dónde venimos.• • • Fue la ciudad de Alejandría la que, andando el tiempo y devanando el ovillo de la tupida madeja (o maraña) de las teologías, hizo posible esa red fluvial, esa empanada, ese alcuzcuz, ese gazpacho.• • • Los místicos, cualesquiera que sean sus orígenes, sus abscisas y ordenadas, su terreno de cultivo, su banco de pruebas, saben sin asomo de posible duda –porque lo han vivido, porque lo han sentido, porque lo han experimentado y, por tanto, verificado– que solo hay una energía, una luz, una fuerza, una sustancia, un ki, un anima mundi…• • • Es difícil, casi imposible, viajar –viajar, Wojtyla, no hacer turismo– sin llegar a la conclusión, racional y razonable, de que todo en la liturgia, doctrina e historia sagrada de las religiones es préstamo, contagio, ósmosis, simbiosis, relativismo y, en definitiva, sincretismo.
Esta manera de escribir, en España, se la conoce como “estilismo”. En otros países se les llama estilistas a Gustave Flaubert o Truman Capote, que vinculan el estilo con la economía y la precisión; son autores que creen, mira qué disparate, que un buen estilo consiste en decir más y mejor en menos palabras. En España, en cambio, se tiene por estilistas a Quevedo, Baltasar Gracián, Torres Villarroel, Emilio Castelar, Ortega y Gasset, Gómez de la Serna, Gabriel Miró, Valle-Inclán, Max Aub, Ignacio Aldecoa, Camilo José Cela, Francisco Umbral o Juan Manuel de Prada, autores que llenan de vegetación sus textos y necesitan tres folios para decir lo que bastaría en uno. Se puede tolerar este defecto en el caso de Quevedo o Gómez de la Serna, porque algunos de los conceptismos o greguerías que incluyen en sus obras son magistrales y te devuelven el precio de la entrada, pero en el caso de prosas como la de Sánchez Dragó yo no encuentro el placer estético por ninguna parte. Dan ganas de llamar a los agentes de la Guardia Civil y pedirles, por favor, llévense presa a esta mujer, se llama Literatura Española y ha infligido un daño irreversible en las mentes de los pobres lectores, pues les ha obligado a leer como profundo lo que solo es decorativo; y además es la responsable de un delito ecológico de magnitudes incalculables, pues desde hace siglos en España hay que tirar el triple de árboles de los que son necesarios para hacer libros, debido a que sus escritores confunden la escritura con la repostería y solo consiguen decir en muchas palabras lo que se podría decir mejor en pocas.