LO QUE me divierte tristemente esa anécdota de Hitler, la que dice que el Führer no quiso casarse con Eva Braun e incluso ocultó el noviazgo para no decepcionar a las alemanas. El pájaro daba por hecho que cada alemana veía en él al hombre ideal (no sé cómo, porque tenía más carencias emocionales que yo) y quería que cada una de ellas se metiera los deditos mientras pensaba en él. Tomando de los pelos esta anécdota vuelvo a insistir en que yo, aunque soy una gran defensora de las egolatrías de los artistas, que son el humus que genera la gran obra y cuya parte negativa/vanidosa es menor de lo que se dice, porque es simple fuerza que se nos va por la boca y que solo a nosotros nos perjudica, soy en cambio una gran enemiga de las egolatrías de los gobernantes, porque los gobernantes sí que son personas pragmáticas que, para llegar hasta allí arriba, entendieron muy bien las virtudes y los defectos de la gente, a la que pueden guiar al matadero si les place. Cuando yo digo “Agarraos bien a la barandilla, porque es inevitable que me convierta en la primera moralista francesa de Madrid”, no hay que llorar ni patalear ni señalarme con el dedo como mediocres en serie que sois, porque lo mío es simple humo color de rosa dentro de un globo naranja y yo un ser al que todo el mundo, desde mi madre hasta los curas y los profesores, han tachado de “persona sin fuste”. Ahora bien, si un cabo austriaco escribe un libro donde dice que el espacio vital alemán es la Unión Soviética; si un antiguo jefe de la KGB dice antes de llegar al poder que Ucrania es rusa; si un organizador de concursos de Miss Universo dice que si él llegara al poder repatriaría a todos los inmigrantes, hay que tratar de ponerles todas las zancadillas que se puedan antes de que la líen porque, mientras un artista es básicamente un soñador o un lanzador de preguntas, un gobernante es sobre todo un ejecutor, y un gobernante absoluto un ejecutor sin límites.