PARA MÍ siempre ha sido un misterio que de algunos autores baste con decir el apellido (Dostoyevski, Kavafis, Chesterton) y de otros inexorablemente haya que decirlo pegado al nombre. Sé que con las escritoras, por motivos supongo que patriarcales, es casi imposible leer a Woolf sin Virginia, a Plath sin Sylvia o a Agustini sin Delmira; también entiendo que, si llevas un apellido muy común, se diga también tu nombre (Juan Ramón Jiménez, Blasco Ibáñez, Jorge Guillén, Tom Wolfe, Stephen King, Julien Green); o que se recurra al nombre para distinguir a escritores que son familia (los hermanos Grimm, Machado, Schlegel, Goncourt...), pero no le encuentro ninguna explicación lógica a que por ejemplo sea rarísimo leer Darío sin Rubén, Capote sin Truman o Hugo sin Victor. Albergo la sospecha, sin embargo, de que esos combos se impusieron por la continua repetición o porque encajaban muy bien desde el lado del sonido, de modo que se han vuelto costumbre de acero y ahora nadie se atreve a separarlos.