EN LA tarea que me he asignado de llevar agua a todo acusado de egolatría en las artes, la literatura o el deporte de élite, existe una excepción que me interesa subrayar cuanto antes, que es la de la Fórmula 1. La F1 parece un deporte individual donde cada piloto se mide al otro con herramientas más o menos parecidas, pero es justo lo contrario: en realidad es un deporte de escuderías donde el piloto es responsable como mucho del 20% del resultado.
Por eso, cuando surge un piloto de F1 caracterizado por la egolatría, como Fernando Alonso, me niego a apoyarlo, porque se está atribuyendo méritos que no son suyos, en un volumen muy superior al de otros deportes colectivos como el fútbol o el baloncesto, donde considero que el crack tiene una capacidad de influencia decisiva.
Ni Messi ni Jordan pueden ganar solos, pero ellos fueron los principales responsables de que sus equipos llegaran a las cotas a las que llegaron. En Fórmula Uno, en cambio, los principales responsables del éxito no son los que van al volante. El principal responsable de que Fernando Alonso ganara dos mundiales hace veinte años, por ejemplo, fue el ingeniero jefe Bob Bell; el principal responsable de los siete títulos de Hamilton fue el diseñador Ross Brawn; y el autor intelectual de que primero Vettel y luego Verstappen tiranizaran durante ocho años no fue un piloto, sino el genio de la aerodinámica Adrian Newey.