Y POR repetir por maricronésima vez cuál es la humildad que me parece buena, por si alguien me está leyendo por primera vez, me refiero a aquella que añade autocrítica a la ambición y permite brillar también a los demás. Yo, por ejemplo, llevo veinte años queriendo ser Victor Hugo y la ambición de serlo me parece buena, porque estira mis cualidades en pos de un imposible, pero podría ser mala si llegara a creerme que lo soy de verdad. Pobre de ti si te crees algo que no eres, en este caso un gran genio, a qué niveles de desfiguración personal te puede llevar un error de juicio de semejante eslora. Por eso es tan importante una humildad buena que no me prohíba la ambición de ser una luminaria de las letras, pero, a la luz de mis actuales engendros, me recuerde todos los días que aún no lo soy.
La segunda parte de la humildad buena concierne al brillo de los demás. ¿Así que quieres brillar, Vanessa? Pues si quieres hacerlo, también debes permitir y hasta alentar el brillo de los que te rodean, lo que se traduce en callarte de vez en cuando, no participar en todo, dejar el escenario a los demás y, sobre todo, aplaudir y promover la obra de los que han alcanzado más méritos que tú.
Como veis, la humildad buena está enfocada en que cualquiera pueda brillar o desarrollar sus ambiciones sin caer en la vanidad más ridícula o pisotear las ambiciones de los demás; la humildad que existe realmente en nuestros días, en cambio, es una humildad castradora, uniformadora, que va contra el brillo en sí, que tacha al mero deseo de destacar como malvado, prepotente, arrogante, y que se declara tu enemiga en el mismo momento en el que le dices que tu sueño es ser Victor Hugo.