jueves, 7 de agosto de 2025

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NO ME he empezado a dar cuenta hasta este año de que el centro de gravedad de Europa, como su propio nombre indica, es Centroeuropa, despistada por las pistas cercanas pero no del todo atinadas que te señalan que la esencia del continente son los antiguos griegos, que en verdad eran pueblos costeros y euroasiáticos, o los antiguos romanos, que en realidad formaron un imperio mediterráneo que agrupaba también el norte de África. Como en mis lecturas suelo dar especial valor a que un escritor no se convierta en lacayo de su terruño o de su nación, he comenzado a unir hilos: ¿Por qué Kafka no parece sentir Chequia? ¿Por qué Rilke no da muestras de estar afiliado a ningún sentimiento nacional? ¿Por qué Zweig en toda su obra no se muestra orgulloso de Austria? ¿Por qué Goethe, Schiller, Schopenhauer, Nietzsche, Heine o Hesse no están orgullosos de su alemanidad, sino a menudo al contrario? ¿Por qué Gombrowicz insiste a los críticos para que valoren su obra desde criterios no nacionales? ¿Por qué Freud o Einstein solo se adhieren al internacionalismo? ¿Por qué Chopin dice desde el principio que quiere que su música sea reconocida en Viena o en París y no en Polonia? ¿Por qué en Suiza hasta bien entrado el siglo XX la literatura o historia nacionales eran solo asignaturas optativas?

Durante casi dos siglos existieron europeos de verdad: no europeos que además se consideraban franceses o ingleses o españoles, sino europeos que se sentían solo Europa. Se movían entre Varsovia, Ginebra, Praga, Viena, Berlín o Budapest. A raíz de las guerras mundiales y la posterior absorción de gran parte de ese mundo por la URSS, el nacionalismo se activó y puso fin a ese universo único y maravilloso, en tanto era cultural-artístico y no territorial-militar, quizá la única Europa 100% que ha existido en la historia.